Lo que el río y después el tiempo se llevaron
Por Carlos Guillermo SalasDNI 4369193
E-mail: carlos.salas@eductrade.com.ar
Durante los diez años entre los que transcurrió el fin de mi infancia y toda mi adolescencia viví (puntualmente desde diciembre a marzo) en San Pedro de Colalao, una tranquilla villa ubicada en el noroeste tucumano, a 93 kilómetros de San Miguel de Tucumán. Se podría decir que hasta hoy, transcurridos poco más de cuarenta años, lo continúo sintiendo como mi pueblo.
Compartía la casa familiar con mis primos y hermanos; éramos una banda, ¡qué bien lo pasábamos! La vivienda estaba en Villa Gloria, al otro lado del río Tacanas. Para llegar al pueblo de San Pedro de Colalao teníamos dos opciones: atravesar el río por el puente carretero o por el puente colgante, sólo peatonal. Creo que en todos esos años son contadas con los dedos de una mano las veces que transitamos por el primero, al que llamábamos el puente grande. Siempre lo hacíamos por el puente colgante, que tenía su atractivo y tal vez lo más impactante era ver desde allí cuando crecía el Tacanas.
El esperar las crecidas del río, después de las lluvias, era para nosotros todo un acontecimiento. El caudal aumentaba considerablemente al recibir los aluviones que provenían de la montaña. Troncos, piedras, ramas, lodo y hasta algún animal era arrastrado por la inmensa correntada que se abría paso alocadamente y parecía no tener freno. Luego, paulatinamente y al cabo de dos o tres días, iba disminuyendo la fuerza y cantidad de agua hasta transformarse en un tranquilo río de montaña.
En cierta oportunidad, durante un verano, llovió un poco más de la cuenta y por supuesto esperamos nuevamente que el río diera su espectáculo. Esta vez fue por la noche. El ruido que escuchamos fue quizá algo más fuerte de lo acostumbrado. Previmos un mayor caudal de agua y temprano a la mañana siguiente salimos disparados hacia el río. Verdaderamente fue imponente ver esa gran masa de agua gredosa avanzar impetuosamente, y casi al unísono se produjo nuestra exclamación de asombro: ¡faltaba el puente colgante! La correntada lo había arrancado. Quedaban como testimonio sólo algunos cables de acero movidos por la corriente. Nos mantuvimos un buen rato en silencio con nuestras miradas clavadas en esos restos.
Al tiempo me tuve que ir sin que hasta ese momento lo repusieran. No supe cuál fue su destino y tampoco volví al lugar.
A pesar de los años transcurridos tengo todavía fresco el recuerdo del San Pedro de Colalao de entonces; el almacén del “Turco” Safe, la plaza, la iglesia, sus calles de tierra y ese puente colgante que se llevó primero el río y después el tiempo.
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